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Libros de quimica para quimicos, este es un enlace a una pagina amiga que considero debes de visitar para que no des muchas vueltas por el ciber. espero te sirva



Te invito a comer (enviado por renato)


No se angustie, señorita L. Salvo la inicial de su nombre, no voy a dar mayores pistas sobre su identidad, ni su profesión, así que relájese. Acomódese frente a la computadora y, en lugar de preocuparse, ríase. Creo que se divertirá con lo que a continuación va a leer, considerando que cuando ocurrió el hecho que estoy a punto de contar a usted le pareció de lo más cómico. Al haber sido testigo directo de ese estropicio, sospecho que este texto le resultará, por lo menos, curioso.

Sé que le prometí no escribir una sola palabra de esos sucesos en este blog, pero ya sabe, no puedo con mi genio. Pero mírelo de este modo: quizás escribir esta historia sea una manera de liberarme de ella. Si me quedo en silencio, y conservo en mi interior las amargas sensaciones que me produjo, mi estado de ánimo, mi acostumbrado buen humor, podría verse afectado, y no queremos eso, ¿verdad? Espero, pues, que no se crispe, ni se aflija ni se ofenda. Finalmente, señorita L, esto es solo un ‘post’. Al cabo de una semana, nadie lo recordará. Se lo garantizo.

Hechas las aclaraciones del caso, déjeme precisarle lo siguiente: lo que nos ocurrió el jueves pasado se debió, básicamente a un malentendido idiomático. Le informo que del mismo modo en que las mujeres a veces dicen una cosa queriendo decir otra (dicen “no” cuando quieren decir “sí”; dicen “no me pasa nada” cuando quieren decir “estoy enojada, pero quiero que lo averigües”), los hombres también manejamos ciertos mensajes cifrados.

Así, pues, cuando un hombre dice “te invito a comer a mi casa porque no va a haber nadie” en realidad está diciendo “te invito a intimar en mi casa porque no va a haber nadie”. En esa frase –por si no lo dedujo antes– la palabra ‘comer’ no tiene nada que ver con la gastronomía, aunque sí mucho con el sexo.

Usted pensará que soy un descarado y un lujurioso, pero lamento avisarle que este ardid, este truco de la invitación a comer, no es una invención mía, sino una estrategia utilizada con gran éxito por muchos otros varones. De hecho –aunque usted se resista a creerlo–, el jueves pasado era la primera vez en que yo pensaba incursionar en ese terreno. Toda mi familia iba a pasar la noche fuera de casa, así que la oportunidad era inmejorable para estrenarme en esos avatares de chico que vive solo (condición que, dicho sea de paso, espero adquirir muy pronto).

Ya otros amigos me habían comentado lo infalible que suele resultar ese plan. Recuerdo especialmente los consejos de mi amigo "el chino (para guardar su identidad poco cuidada), quien mientras vivió solo en un departamento empleó la ‘invitación a comer’ como una eficaz táctica para llevar a distintas chicas a la cama.
Según él, entre dos adultos está sobreentendido que la invitación a comer es solo un pretexto, una excusa. “Basta con que abras un par de vinos, pongas una tostaditas con paté en la mesa de la sala, y listo. Las mujeres saben que no van a tu casa para probar bocado, o mejor dicho, saben que el bocado que probarán no es precisamente comestible”.


Me fascinaba escuchar las aventuras de soltero del chino. El plan nunca se le estropeaba. Podía costarle algún trabajillo, pero siempre salía airoso ante cualquier contratiempo. Una vez, una chica puso un poco de resistencia moral cuando él le sugirió pasar a su habitación. “Tuve que fingir que ponía los fideos en la olla y que preparaba la salsa de tomate, pero a los pocos minutos ella se destensó y ya no tuve que cocinar nada”, nos ilustraba el chinillo.
Según él, a las chicas les gusta que les vendan una bonita mentira para no sentirse tan mal, para no sentir que están yendo directamente a acostarse con un sujeto al que quizás no conocen mucho. “Y si encima les dices que tú vas a cocinar, se vuelven locas”, aconsejaba.

Fue por testimonios como ese, señorita L, que yo pensé que usted estaba interpretando lo mismo que yo cuando a inicios de la semana pasada le propuse ir a mi casa. “Por qué no te caes el jueves en mi casa. No va a haber nadie, puedo cocinarte algo y la pasamos rico”. Recuerdo su cara de felicidad cuando se lo dije. Le juro que me hizo creer que usted –como yo– estaba pensando más en la expresión “pasarla rico” antes que en la frase “puedo cocinarte algo”.

Por eso me llamó tremendamente la atención que lo primero que dijera ese jueves ni bien le abrí la puerta sea: “uf, me muero de hambre”. Honestamente, creí que se trataba de un juego, un chiste provocador. Por eso le seguí la corriente, me reí y, con tono socarrón, le contesté: “uf, yo también”.

Yo había conseguido las únicas tres provisiones lógicas: el vino, las menudencias para picar, y los preservativos. Comida de fondo, desde luego, no había.

No llevábamos ni media hora de charla en el sofá de la sala cuando usted, señorita L, ya había dado cuenta de todas las pasas, maníes y aceitunas que yo había colocado a su alcance a manera de entremés. Yo intentaba avanzar por caminos más intrincados, acercándome a su lado en el sillón, buscando algún pretexto para tomarla de la mano, pero usted solo parecía estar concentrada en la comida. Eso, la verdad, me descorazonó un poco.

Vacié entonces sobre una fuente un paquete entero de tostaditas y otro de galletas saladas, raciones que no sobrevivieron ni veinte minutos en el recipiente. Y mientras usted tragaba esas porquerías, yo trataba de relajarme con exageradas dosis de vino. Cuando busqué algo más de intimidad, un beso, unas caricias deliberadas, usted me hizo la pregunta que se supone no debía hacer: “bueno, chiquito, y qué vas a prepararme”.

Recordé de inmediato los consejos de mi amigo chinillo(“ante la resistencia, haz la finta de cocinar tallarines, y de preparar una salsa, eso las ablanda”), y me dirigí a la cocina.

Aprovecho esta confesión, señorita L, para contarle que yo nunca en mi vida he cocinado nada. Nunca. Ni en las parrilladas, ni en los campamentos, ni en las circunstancias más austeras o extremas, he asumido ningún papel protagónico a la hora de preparar la comida. De hecho, me fastidia un poco que ahora haya decenas de ‘chefs’ pululando por todas partes, creando la ilusión de que la cocina es un talento natural de los hombres modernos. ¡Mentira! Hasta donde sé, quedamos un alto número de inútiles contemporáneos que nos resistimos a adquirir esas destrezas.

Por eso cuando entré a la cocina me sentí solo, desprotegido, igual de nervioso que un chiquillo que se mete a bailar sin saber moverse, consciente de que está a punto de hacer el más grande de los ridículos.

Abrí una bolsa de tallarines que había en la alacena y los dejé caer sobre una olla con agua caliente. Desesperado, comencé a revisar los cajones buscando las recetas de mi mamá para preparar una de esas salsas rápidas que ella fabrica, no sé cómo, en dos minutos. A lo lejos usted gritó: “¿necesitas ayuda?” Por supuesto que la necesitaba. Fue el único instante de mi vida en que me hubiera gustado ser el robusto Don Pedrito para –al son del infame cantito del ‘cusi, cusá’– cocinarle un plato decente y salir del apuro.
El susto y el orgullo pudieron más, así que le respondí que no, que se quedara tranquila, que todo estaba “bajo control”.

Volví a la sala para ver si usted premiaba mi espíritu culinario con un par de besos y revolcones en la alfombra, pero la noté sumamente distraída en un objeto de cuya presencia no me había percatado. Toda mi familia estaba fuera de casa, pero quedaba un intruso: mi perro ‘Huesos’, que había entrado en escena no sé por dónde para acurrucarse debajo de sus pies.

–“Espera, lo voy a sacar para estar más cómodos”
–“No, déjalo, pobrecito, afuera hace frío”
–“A él le gusta el frío, no le pasa nada”

Cuando dije eso, ‘Huesos’ pareció entenderme, porque me gruñó, mostrándome los dientes incisivos. Nunca lo hace, pero supongo que la presencia de una mujer guapa, que despedía cierto combustible aromático en el ambiente, lo tenía excitado. Ni bien me acerqué para retirarlo, el chusco can –dándoselas de fino doberman que no reconoce a su dueño– me ladró y por poco me muerde la mano



Inesperadamente, señorita L, se creó un conflicto de intereses entre mi perro y yo: al parecer los dos queríamos quedarnos a solas con la invitada. Como ‘Huesos’ no me hizo caso por las buenas, tuve que sacarlo a patadas y castigarlo, confinándolo en el sótano. Que otro hombre me gane la disputa de una chica, en fin, pero que me la gane mi propia mascota, me parecía un poco humillante.
A esas alturas de la noche ya todo había empezado a irse al diablo. Yo me había bebido prácticamente una botella de vino, y usted ya no sabía qué comer, pues las provisiones se nos habían agotado. Para colmo, ‘Huesos’ aullaba desde el sótano. Mis planes de pasar la noche juntos en gimnásticas exploraciones amatorias se habían arruinado.
–No has preparado nada, ¿no?, me dijo de pronto, desenmascarándome.
No le miento: me sentí un pobre huevón. Tan huevón como un niño que ha falsificado mal la firma de su padre en la libreta y que ha sido descubierto por la Directora del colegio.
Gracias a Dios, usted se mostró comprensiva con mi extraño comportamiento, disculpó todo el teatro armado y me acompañó a la cocina a hacerse cargo de los tallarines que estaban a punto de incendiarse. La pasta le quedó francamente deliciosa, y la velada –aunque solo fuera gastronómica– concluyó de modo impecable.
A la mañana siguiente me levanté para lavar los trastes antes de que llegaran mi mamá, mi hermana y mis sobrinos. Liberé a ‘Huesos’ de su encierro y, mientras enjuagaba los platos y cubiertos, traté de digerir la frustración de no haber podido gozar de la noche alocada que había imaginado.
Dicho todo esto, señorita L, déjeme comentarle que este viernes mi familia no pasará la noche en casa. Un paseo de campo los mantendrá lejos. Les he sugerido que se lleven al perro. Puestas así las cosas, ¿se animaría usted a venir otra vez? Podríamos jugar a la comidita. Ya sabe a lo que me refiero

posted by el profe @ 18:45, ,



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