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Conociendo a tu futuro Suegro


Pocas circunstancias producen tanta sudoración y tensión nerviosa como el decisivo momento en que una chica te presenta oficialmente a su papá. No importa si eres adolescente o adulto, tímido o apantallador, experto o primerizo. Da igual: a todos se nos estruja el estómago y sentimos el vacío en las tripas cuando, en medio de la sala, oímos el eco de las pisadas y los carraspeos que anuncian la inminente presencia del hombre que podría llegar a ser tu suegro.


A diferencia del encuentro con la mamá, que –-por novelera y celestina-– suele ser amable y cómplice, el careo con el papá está revestido de un épico aire de desafío del Oeste. Cual si fuera un vaquero o un alguacil desconfiado, el papá se para delante de ti y durante inacabables segundos se dedica a escrutarte puntillosamente de la cabeza a los pies. Luego te aprieta la mano con excesiva firmeza (acaso temiendo que esa misma mano haya inspeccionado ya las honduras corporales de su hija) y, finalmente –-con una gracilidad que disimula sus verdaderos propósitos-– te somete a un cuestionario que en nada se diferencia de los vulgares test de comisaría: nombre y apellidos completos, lugar de trabajo y residencia, estudios realizados, nombre y ocupación de los padres. Más que en una entrevista profesional, uno llega a sentirse como en un proceso de control de calidad, como si fueses un pedazo de res, un corte de chancho o un embutido que solo recibirá su sello de garantía si cumple con los mínimos estándares de higiene.
A ese perfil responden los papás duros, celosos, a menudo militares, que sienten que el enamorado de sus hijas, antes que un hijo más, es un enemigo en potencia. Si vieron a Robert de Niro en 'Meet the Parents' saben a qué me refiero.
Sin embargo, otra será tu suerte si te topas con el otro clásico ejemplar: el papá patero. Ese con el cual hay una química inmediata y con el que, increíblemente, sobran las coincidencias: los dos son hinchas del mismo equipo, los dos odian a los políticos, los dos eligen una cerveza cuando llegan a un restaurante, los dos son ligeramente comodones, machistas y no entienden por qué las mujeres se demoran tanto arreglándose en el baño. A diferencia del papá–ogro, este papá descubre en el enamorado al hijo que nunca tuvo y, por esa natural afinidad, puede llegar a convertirse en un involuntario obstáculo para su propia hija. No es rara la siguiente escena: tú y tu chica están saliendo rumbo al cine para una función que comenzará en cinco minutos. Están claramente apurados. Pero justo en el instante de despedirse, al papá –-que no ha captado la urgencia del contratiempo-– se le da por iniciar una conversación que promete debate. “Oye, ¿y viste el gol de Messí el otro día? El chibolo lo cagó a Maradona” o “Tú que andas metido en esto del periodismo, qué opinas del TLC ah…esa vaina sale o no sale” o “¿Has probado las empanadas del Mavery? Dime si no son espectaculares”. Solo un destemplado grito de tu novia (“Ya pues, papáaaaa, ¡vamos a llegar tarde por tu culpa!”) podrá desbaratar esa cháchara acalorada.
Yo no puedo quejarme. Los dos ‘suegros’ que he tenido han sido absolutamente querendones. Manuel y Fico. Manuel era un señor voluminoso, casi calvo, discreto y permisivo. Siempre usaba camisas blancas de manga corta, manejaba un escarabajo y los domingos le gustaba pasearse descalzo y en boxers por el departamento. A veces me invitaba unos whiskies y me contaba pasajes de su juventud jaranista en las peñas de La Victoria. Era un tipazo.
Fico, por otro lado, era un conversador dicharachero. Le encantaba hablar de futbol, del transporte, de comida y podía pasarse madrugadas enteras jugando Risk o dominó. Era un antiguo, como yo. Y quizá porque vivía con su esposa, sus dos hijas y una perra (la indómita Tequila), creo que encontró en mí al partner masculino que le hacía falta.
Ahora que pienso en ellos, reconozco que he tenido mucha suerte. Es raro como –al romperse una relación– uno debe acostumbrarse a la idea de no ver más a los actores secundarios de esa película que ya terminó: los papás, las mamás, los hermanos y hermanas, los abuelos, los primos, los tíos, las mascotas. Todos fueron parte de la escenografía de tu vida por unos buenos años. Lograron ser, casi casi, como una (sagrada) familia paralela. Sin embargo, de un momento al otro, por motivos que les son ajenos, debiste salir expectorado de sus vidas (y debiste expectorarlos de la tuya).
Lo admito: hay días en que extraño mucho a esos papás. Y me consuela la vanidosa intuición de que –-a diferencia de sus hijas-– ellos no encontrarán un mejor reemplazo para mí.

posted by el profe @ 10:48,

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