eL dISNEY DE LOS NIÑOS GRANDES (por Renato Cisneros)
martes, 9 de octubre de 2007

Tarde o temprano, los hombres no adolescentes aterrizan en un night club. Estén solteros o casados. Quien diga que nunca ha visitado uno, miente. Es más, desafío a todas las lectoras emparejadas de este blog a que les pregunten a sus novios o esposos si alguna vez han pisado un night club. Estoy seguro de que todos se verán forzados a admitirlo; y el que no lo haga, repito, estará sobreactuando magistralmente. Por otro lado --aún a riesgo de que se venga abajo ese inmerecido altar que algunas confundidas lectoras se han apresurado en levantarme-- tengo que confesarlo con todas sus letras: yo también he concurrido a esos lugares.
Hay diferentes tipos y clases de night clubes, pero la estética y, digamos utilidad, vienen a ser las mismas en casi todos. Allí empiezan o terminan la mayoría de despedidas de solteros. Allí van las patotas de amigos para darle un poco de adrenalina machista a sus comúnmente aburridos y monótonos fines de semana. Allí se concentran turistas platudos con ganas de probar la 'mercancía' local antes de regresar a sus países. Allí se refugian los políticos, los empresarios y las celebridades faranduleras más insospechadas. Pero allí, sobre todo, van a parar los desposeídos del amor, esas almas solitarias, bohemias y torturadas que, cansadas de dar tumbos, caen en esos antros --como malaguas varadas por el mar-- para conseguir de una vez por todas algo del cariño que la vida les ha ido negando. La filosofía de esos hombrecitos afiebrados pareciera sintetizarse en el siguiente lema: si las mujeres me han pagado mal, por lo menos que me cobren bien.
Las veces que he ido --haciendo un travieso paréntesis, una escala técnica en mi gesta de buscar novia-- me he sentado a mirar y mirar, a identificar los roles y a observar a los personajes, a detenerme en sus conductas y gestos, como si fuera un vouyerista espiando obsesivamente en el ojo de una cerradura, con un mezcla de deleite y asombro, cual si estuviera en una Disneylandia para niños grandes. Además, al igual que en el reino mágico de Mickey Mouse, en un night club todo es un montaje de fantasía: desde la generosidad de los mozos (siempre a la caza de una propina) hasta el cariñoso trato de las 'damas de compañía', dueñas de unos cuerpos siliconeados, masajeados por los cirujanos o inyectados con aceite de avión.
A pesar de que uno es conciente de que se está inmerso en una escenografía postiza, igual disfruta la ilusión de sentirse 'deseado' por ese tropel de odaliscas que te acosan, te rodean, murmurándote al oído excitantes vulgaridades, llamándote 'papi' o 'bebé', falseando sonrisas, relamiéndose los labios recién operados, insinuando que se derriten de ganas de que las lleves contigo y las hagas tuyas en un cuarto de hotel o, en su defecto, "en un privado nomás". Es fácil perder la perspectiva, y comerte el cuento de que, de la noche a la mañana, te has transformado en un galán irresistible, olvidando que esas vampiresas solo te ven como a otro puñetero cliente más, y que el chiste del negocio radica precisamente en eso: en hacerte creer que todo lo que ves, todo lo que escuchas y todo lo que tocas es de verdad.
De todos los personajes que uno encuentra en esos sitios, los más conmovedores son los tipos solitarios. Hay algo entre patético y triste en esos parroquianos que, removiendo con un delgado sorbete sus vasos de aguado whisky, contemplan embobados a las chicas que en sus narices ejecutan un striptease y se deslizan por un tubo. Llevan la cara entumecida, como si hubieran pasado decenas de años desde la última vez que vieron a una mujer desnuda; como si toda la lascivia del mundo se concentrara por unos minutos en sus pequeños ojos petrificados. Detrás de su mutismo y su quietud uno no sabe si hay simples deseos de relajarse un rato; simple pendejería y excitación, o todo un abanico de frustraciones amorosas que les han arruinado el ego y pisoteado la autoestima.
La primera vez que fui a un night club, un tipo gordo, barbón y muy elegante, que advirtió la gansa cara de intimidación y espanto con que seguía la coreografía de una gimnástica (aunque algo mofletuda) bailarina, me dijo: "Aquí las mujeres son como las montañas rusas: primero hay que perderles el miedo; después, una vez que las montas, ya no vas a querer bajarte". Me lo decía al oído, riéndose, mientras del otro lado toqueteaba las ampulosas curvas de látex de una de las chicas que, a su vez, sin cuajo, coqueteaba conmigo.
Sin embargo, más allá de la burda analogía de la montaña rusa, siempre me ha cautivado el perfil sociológico de las mujeres que trabajan en esos lugares. Para empezar, ninguna utiliza su nombre real, así que se pasan la mitad del tiempo inventando alias extraños o seudónimos cortos: Ninoska, Yuri, Kristy, Leyla, Patty, Tita, Yessi, Zuzet, América, Yesenia, etcétera. Ya desde ahí su mundo es irreal y ficcionado: lo cual, psicológicamente hablando, no debe ser poca cosa.
Pero el nombre no es lo único que tergiversan. También se colocan lentes de contacto verdes o azules para disfrazar la autenticidad de sus ojos; se pintan el pelo de colores estridentes, se incrustan uñas acrílicas y usan unos descomunales zapatos con taco aguja que las convierten en yeguas portentosas. Por no mencionar el grumoso lápiz de labio que llevan en la boca, ni la estela del inconfundible perfume de tocador que dejan a su paso. Todo eso, claro, es lo menos trascendente. Lo que realmente las unifica en esencia pareciera ser un estilo de vida del que prefieren no hablar. Su historias están atravesadas por el silencio, por la carcajada mecánica, por el dolor, por un esposo que las dejó o que nunca las quiso y se fue con otra; o por un hombre que las golpeó, humillándolas; o por un hijo pequeño que ignora lo que su mamá hace para mantenerlo en el colegio; o por alguna injusticia o precariedad o promesa incumplida que terminó arrojándolas a ese foso disfrazado de club, donde trabajan mientras estudian computación o alguna carrera de tres años. Muchas sueñan con largarse a otro país; con encontrar en un cliente al hombre de su vida que las rescate de esa mazmorra; o con abrir un negocio próspero que les devuelva cierta ilusión.
Es cierto que también hay chicas que están ahí por el solo gusto de estarlo, chicas de apellidos pomposos que quieren hacer plata fácil; que quieren codearse con hombres de negocios que les regalen joyas y las provean de droga; y que hasta disfrutan el hecho de acostarse todas las noches con un desconocido. Esa estirpe existe, pero no creo que sea la que domine los night clubes de Lima.
Todas, las unas y las otras, se ponen como fieras si las llamas prostitutas, aunque en el fondo prostitución sea acaso la palabra que mejor describa su oficio. Es como si no admitiesen que ejercen el meretricio solamente porque, a diferencia de las mujeres que lo practican en la calle, ellas trabajan en un lugar privado y discreto, y no salen a buscar, sino que esperan a que las busquen.
Siempre me he preguntado qué piensan las mujeres de las chicas que trabajan en los night clubes. Supongo que hay variedad de puntos de vista, y que hay quienes las entienden y quienes no. Pero las opiniones que me irritan son las de aquellas señoritas que critican y censuran a las prostitutas, tratándolas de apestadas y proscritas cuando, por otro lado, ellas mismas son infieles a sus novios y esposos y tienen amantes y acaban siendo doblemente hipócritas. Si me pongo en el plan de abogado del diablo, podría decir que por lo menos en la forma de actuar de las 'damas de compañía' no hay cinismos: las reglas de juego son tan claras desde el inicio que no hay manera de que te engañen. En cambio, una mujer común y corriente puede parecer moralmente inimputable, puede jurarte amor exclusivo y ser extremadamente tramposa cuando no la estás viendo. Puestas una al lado de otra, ¿quién termina siendo más falsa e indolente?
Aunque sus nombres son inverosímiles (Scarlet, Emanuelle, Casanova, Moonlight, Eclipse, Two Star, Eros), creo que en el fondo, conservadurismos aparte, los night clubes son un espacio vital para mucha gente: templos donde nadie se templa, parques de diversiones clandestinos donde todos juegan, palacios nocturnos en el que hombres silenciosos y mujeres solitarias callan sus historias, murmuran sus cuitas, se tocan y comparten el costoso placer de lo que no existe.
Hay diferentes tipos y clases de night clubes, pero la estética y, digamos utilidad, vienen a ser las mismas en casi todos. Allí empiezan o terminan la mayoría de despedidas de solteros. Allí van las patotas de amigos para darle un poco de adrenalina machista a sus comúnmente aburridos y monótonos fines de semana. Allí se concentran turistas platudos con ganas de probar la 'mercancía' local antes de regresar a sus países. Allí se refugian los políticos, los empresarios y las celebridades faranduleras más insospechadas. Pero allí, sobre todo, van a parar los desposeídos del amor, esas almas solitarias, bohemias y torturadas que, cansadas de dar tumbos, caen en esos antros --como malaguas varadas por el mar-- para conseguir de una vez por todas algo del cariño que la vida les ha ido negando. La filosofía de esos hombrecitos afiebrados pareciera sintetizarse en el siguiente lema: si las mujeres me han pagado mal, por lo menos que me cobren bien.
Las veces que he ido --haciendo un travieso paréntesis, una escala técnica en mi gesta de buscar novia-- me he sentado a mirar y mirar, a identificar los roles y a observar a los personajes, a detenerme en sus conductas y gestos, como si fuera un vouyerista espiando obsesivamente en el ojo de una cerradura, con un mezcla de deleite y asombro, cual si estuviera en una Disneylandia para niños grandes. Además, al igual que en el reino mágico de Mickey Mouse, en un night club todo es un montaje de fantasía: desde la generosidad de los mozos (siempre a la caza de una propina) hasta el cariñoso trato de las 'damas de compañía', dueñas de unos cuerpos siliconeados, masajeados por los cirujanos o inyectados con aceite de avión.
A pesar de que uno es conciente de que se está inmerso en una escenografía postiza, igual disfruta la ilusión de sentirse 'deseado' por ese tropel de odaliscas que te acosan, te rodean, murmurándote al oído excitantes vulgaridades, llamándote 'papi' o 'bebé', falseando sonrisas, relamiéndose los labios recién operados, insinuando que se derriten de ganas de que las lleves contigo y las hagas tuyas en un cuarto de hotel o, en su defecto, "en un privado nomás". Es fácil perder la perspectiva, y comerte el cuento de que, de la noche a la mañana, te has transformado en un galán irresistible, olvidando que esas vampiresas solo te ven como a otro puñetero cliente más, y que el chiste del negocio radica precisamente en eso: en hacerte creer que todo lo que ves, todo lo que escuchas y todo lo que tocas es de verdad.
De todos los personajes que uno encuentra en esos sitios, los más conmovedores son los tipos solitarios. Hay algo entre patético y triste en esos parroquianos que, removiendo con un delgado sorbete sus vasos de aguado whisky, contemplan embobados a las chicas que en sus narices ejecutan un striptease y se deslizan por un tubo. Llevan la cara entumecida, como si hubieran pasado decenas de años desde la última vez que vieron a una mujer desnuda; como si toda la lascivia del mundo se concentrara por unos minutos en sus pequeños ojos petrificados. Detrás de su mutismo y su quietud uno no sabe si hay simples deseos de relajarse un rato; simple pendejería y excitación, o todo un abanico de frustraciones amorosas que les han arruinado el ego y pisoteado la autoestima.
La primera vez que fui a un night club, un tipo gordo, barbón y muy elegante, que advirtió la gansa cara de intimidación y espanto con que seguía la coreografía de una gimnástica (aunque algo mofletuda) bailarina, me dijo: "Aquí las mujeres son como las montañas rusas: primero hay que perderles el miedo; después, una vez que las montas, ya no vas a querer bajarte". Me lo decía al oído, riéndose, mientras del otro lado toqueteaba las ampulosas curvas de látex de una de las chicas que, a su vez, sin cuajo, coqueteaba conmigo.
Sin embargo, más allá de la burda analogía de la montaña rusa, siempre me ha cautivado el perfil sociológico de las mujeres que trabajan en esos lugares. Para empezar, ninguna utiliza su nombre real, así que se pasan la mitad del tiempo inventando alias extraños o seudónimos cortos: Ninoska, Yuri, Kristy, Leyla, Patty, Tita, Yessi, Zuzet, América, Yesenia, etcétera. Ya desde ahí su mundo es irreal y ficcionado: lo cual, psicológicamente hablando, no debe ser poca cosa.
Pero el nombre no es lo único que tergiversan. También se colocan lentes de contacto verdes o azules para disfrazar la autenticidad de sus ojos; se pintan el pelo de colores estridentes, se incrustan uñas acrílicas y usan unos descomunales zapatos con taco aguja que las convierten en yeguas portentosas. Por no mencionar el grumoso lápiz de labio que llevan en la boca, ni la estela del inconfundible perfume de tocador que dejan a su paso. Todo eso, claro, es lo menos trascendente. Lo que realmente las unifica en esencia pareciera ser un estilo de vida del que prefieren no hablar. Su historias están atravesadas por el silencio, por la carcajada mecánica, por el dolor, por un esposo que las dejó o que nunca las quiso y se fue con otra; o por un hombre que las golpeó, humillándolas; o por un hijo pequeño que ignora lo que su mamá hace para mantenerlo en el colegio; o por alguna injusticia o precariedad o promesa incumplida que terminó arrojándolas a ese foso disfrazado de club, donde trabajan mientras estudian computación o alguna carrera de tres años. Muchas sueñan con largarse a otro país; con encontrar en un cliente al hombre de su vida que las rescate de esa mazmorra; o con abrir un negocio próspero que les devuelva cierta ilusión.
Es cierto que también hay chicas que están ahí por el solo gusto de estarlo, chicas de apellidos pomposos que quieren hacer plata fácil; que quieren codearse con hombres de negocios que les regalen joyas y las provean de droga; y que hasta disfrutan el hecho de acostarse todas las noches con un desconocido. Esa estirpe existe, pero no creo que sea la que domine los night clubes de Lima.
Todas, las unas y las otras, se ponen como fieras si las llamas prostitutas, aunque en el fondo prostitución sea acaso la palabra que mejor describa su oficio. Es como si no admitiesen que ejercen el meretricio solamente porque, a diferencia de las mujeres que lo practican en la calle, ellas trabajan en un lugar privado y discreto, y no salen a buscar, sino que esperan a que las busquen.
Siempre me he preguntado qué piensan las mujeres de las chicas que trabajan en los night clubes. Supongo que hay variedad de puntos de vista, y que hay quienes las entienden y quienes no. Pero las opiniones que me irritan son las de aquellas señoritas que critican y censuran a las prostitutas, tratándolas de apestadas y proscritas cuando, por otro lado, ellas mismas son infieles a sus novios y esposos y tienen amantes y acaban siendo doblemente hipócritas. Si me pongo en el plan de abogado del diablo, podría decir que por lo menos en la forma de actuar de las 'damas de compañía' no hay cinismos: las reglas de juego son tan claras desde el inicio que no hay manera de que te engañen. En cambio, una mujer común y corriente puede parecer moralmente inimputable, puede jurarte amor exclusivo y ser extremadamente tramposa cuando no la estás viendo. Puestas una al lado de otra, ¿quién termina siendo más falsa e indolente?
Aunque sus nombres son inverosímiles (Scarlet, Emanuelle, Casanova, Moonlight, Eclipse, Two Star, Eros), creo que en el fondo, conservadurismos aparte, los night clubes son un espacio vital para mucha gente: templos donde nadie se templa, parques de diversiones clandestinos donde todos juegan, palacios nocturnos en el que hombres silenciosos y mujeres solitarias callan sus historias, murmuran sus cuitas, se tocan y comparten el costoso placer de lo que no existe.
posted by el profe @ 9:07,